Todos los fines de semana visitábamos a mi abuelo en el rancho, esos viajes de hora y media todo los viernes covertían el fin entero en unas minivacaciones de bolsillo.
Los domingos por ahí de las 5 de la tarde emprendíamos de regreso a Monterrey el viaje de hora y media.
Yo nunca quería regresar, no solo porque adoraba el rancho de mi abuelo sino porque en todo el tiempo que estaba ahí la tarea no se dejaba hacer y yo tenía que llegar a Monterrey de noche a hacer tarea (esto me frustraba el doble cuando se trataba de una tarea de matemáticas).
En fin, dejar el rancho para regresar a la ciudad me provocaba una genuina tristeza que solo era amortiguada durante el viaje por un hombresito imaginario que corría en chinga y saltaba de bolla en bolla, al lado de la carretera. Recuerdo que lo alto de sus saltos era directamente proporcional a la distancia entre bolla y bolla. A veces saltaba tan alto que lo perdía de vista, y regresaba justo para caer a la bolla siguiente y volver a saltar.
Un viaje: el recorrido que va de un punto de partida a un destino; supone una trancisión cuasicuántica que a la fecha sigo tratando trascender. Lo que me falta, obviamente, es viajar más.
Im on it.
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